Mi abuelo materno, Antonio Mataluna, había nacido en Italia. Lo trajeron de muy pibe a la Argentina. Le gustaba la política como a pocos. Se hizo Peronista, hasta la médula. No pudo votar en el 46. Tampoco en el 51. Su deseo de nacionalizarse, lo transmitía casí con desmesura. Uno de sus nietos (a la sazón, mi hermano) que estudiaba, en los primeros años de la década del 70 en Buenos Aires, hizo todos los trámites. Pudo cumplir con su expectativa, en el regreso definitivo de Perón, y al poco tiempo de la muerte de éste, él también decidió partir.
Había sido uno de los tantos beneficiarios, de colonización de tierras. En este caso, se denominó La Argentina. En Pellegrini, provincia de Buenos Aires. Le asignaron 175 hectáreas, las que – a fuer de ser sincero – nunca trabajó demasiado, pero que jamás pensó en alquilar a nadie, salvo a alguien de su familia. Con modesto tractor Case, sembradora que reparaba uno de sus hijos, cosechadora que parecía más una chatarra y algunas vacas, se las fue arreglando. La producción que lograba no le alcanzaba para hacerse rico, pero si para ir subsistiendo, hacer algunas inversiones inmobiliarias y hasta comprarse un Plymouth, modelo 1934, que aún se conserva en el garaje del más chico de sus descendientes.
En ese establecimiento agropecuario, ubicado a unos 15 kilómetros del pueblo donde nací, viví reuniones familiares multitudinarias. También tuve, y mientras conserve la memoria será inolvidable, la oportunidad de tomar leche al pié de la vaca, comer pollos y huevos de campo, lechuga, acelga, perejil, zapallos de todo tipo, liebres, perdices, embutidos secos, jamones, y hasta palomitas (esas que son consideradas una plaga) en escabeche.
Cuando en estos tiempos se habla de la Ley de Tierras que impulsa el Gobierno Nacional, y sin conocerla en todos sus detalles, viene a la memoria (si bien no soy tan añejo), aquellos recuerdos de la niñez, exento de nostalgia.
Creo que es saludable discutir el tema. A fondo. Aunque escribo, estando convencido que “la tierra es de nosotros y las vaquitas, también”. Esto último, no solo por honor a esos gringos que en calidad de inmigrantes se rompieron el lomo - en mayor ó menor medida - para trabajarla. Es a ello, a lo que debe volverse. Se trata - ni más, ni menos - que recrear una cultura que se fue diluyendo.
También recuerdo.
En condición de Asesor de Prensa de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, cuando Clayton Yeuter, titular de esa cartera en Estados Unidos, que llegó a ser Jefe de Campaña electoral de Bill Clinton, comentó: “los fines de semana me voy al campo, donde trabajo. Manejo hasta mi propio tractor”. Aquella manifestación, generó perplejidad a unos cuantos.
En el país - como ocurre ahora - se hacía una acalorada apelación a dejar de pensar en ser “el granero del mundo”, para convertirnos en el “supermercado del mundo”. La convocatoria sonaba como canción para los oídos, pero la posesión de la tierra, era tomada – en significativo porcentaje – con fines especulativos. La famosa convertibilidad, hacía que el valor de la hectárea tuviera precios irrisorios. No fueron pocos los que “clavaron” sus ahorros en centenares ó miles de hectáreas. Luego, como consecuencia de los cambios experimentados en la economía interna y externa, recurrieron a los famosos “pool” de siembras, y ahora tampoco son escasos, los que piensan en venderlas. No interesa de donde provenga, quién las adquiera. El objeto es realizar el mejor negocio de su historia, y salir “disparados” como “cohetes” a colocar fondos en las “cuevas” del sistema financiero, con el fin de vivir lo que les resta en un esquema rentístico
En los tiempos del abuelo Antonio, la tecnología no estaba al alcance ó no existía, para poner valor agregado a la producción. Todo se exportaba a granel.
Ya teníamos el mote de ser los mejores productores de carnes y mayores exportadores de granos.
Internamente, tomábamos la leche al pié de la vaca, comíamos pollos y huevos bien de campo, lechuga, acelga, perejil, zapallos de todo tipo, liebres, perdices, embutidos secos, jamones y hasta palomitas en escabeche.
Éramos los mejores del Mundo.
Si recobramos el Amor por nuestra tierra y, aunque sea por Ley, le ponemos límite a un sistema financiero que pareciera “correr por izquierda” ó a una nueva forma de “imperialismo”, no solo podemos volver a ser los mejores.
Podemos llegar a ser, Imbatibles.
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